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12 mar 2010

Visita a la República Democrática del Congo. Día 5

“Sólo espero el día en que alguno de vosotros me llame desde Europa y me diga, Albert, vente a trabajar de chófer conmigo. Este país no es para mí” Albert, nuestro chófer.

Albert no es un caso habitual. La mayoría de la gente que sale de la República Democrática del Congo lo hace por otros motivos: un conflicto armado, catástrofes naturales, como terremotos o erupciones volcánicas o simplemente la intención de buscar eso tan asumido que llamamos futuro. Su destino no es Europa, sino algún país vecino que les permita entrar como desplazados. En contra de lo que se puede pensar y aunque es difícil conocer el número exacto de flujos migratorios en el continente, África acoge a unos 40 millones de inmigrantes, en su mayoría africanos, mientras que Europa y Estados Unidos reciben a unos 18 millones de sus ciudadanos.

Hoy he tocado fondo en mi aburrimiento. He sudado del desayuno y me he levantado alrededor de las 11. Cuando estaba recogiendo mis bártulos para preparar mi viaje al Kivu Sur, David Haselhoff me ha llamado para decirme que el avión no había sido reparado y que no podía salir hasta el lunes. Esta noticia ha caído en mi ánimo como una losa, no tanto por la falta patente de tiempo que voy a tener para evaluar los proyectos sobre el terreno, sino más bien por la perspectiva de quedarme en Kinshasa todo el fin de semana. En esta ciudad no se pueden hacer demasiadas cosas.

Así que esta tarde me he ido con el seminarista italiano y con el francés guatemalteco a correr un poco. Nos han llevado a la zona de las embajadas, a las orillas del río Congo, donde se levanta un oasis difícilmente descriptible. La seguridad privada inunda las calles. Edificios colonialistas y grandes villas súper protegidas se levantan a ambos lados de una calle perfectamente asfaltada. De repente, una inmensa superficie de césped mejor cortado que el Bernabéu se levantaba ante nosotros. Parecía Central Park. He empezado a correr a mi ritmo, a medio camino entre el alocado seminarista y el acabado gabacho. A los dos minutos estaba sudando como un auténtico cochino; no estaba cansado pero es que no veía del sudor. Me he parado y me he sentado a la orilla del inmenso río Congo. Y he empezado a observar: decenas de blancos y de blancas con trajes del Decathlon hacían footing. Había unos cuantos niños, en su mayoría rubitos, jugando al badmintong o al pilla pilla. La imagen era tan bucólica que parecía un cuadro de Sorolla (comentario irónico).

Hemos vuelto al albergue y me he pegado un duchazo. Qué agradable sensación. Sentir el agua fría, que a los segundos se vuelve templada, inundando cada uno de los poros de tu cuerpo. Hemos salido a cenar fuera. Era un restaurante bien puesto, con un tipo que tocaba el saxo. He comido antílope con una salsa de vino tinto bastante lograda. El sabor se parece bastante al del ciervo. Carne tierna con un punto de sabor salvaje. Tras un par de gyn tonics, David Haselhoff y el sudafricano han propuesto un movimiento estratégico a un garito. La definición de garito en el Congo es la de lugar oscuro lleno de prostitutas. El italiano seminarista, el gabacho guatemalteco y yo hemos rechazado la proposición. La verdad es que me apetecía mucho apurar la noche, pero ya conozco estos antros y son bastante tristes a la par que lamentables.

Así que acabamos de volver al albergue. Me he bajado al bar a por una cerveza y estoy echando el resto para contaros cómo ha sido mi día. Mañana espero hacer alguna excursión interesante. Me quedo escuchando musiquita (sumas y restas, demonios dentro de palabras) y recordando a mi tan admirado Miguel Delibes. Cómo me habría gustado pasar cinco horas con él. Me despido dejándoos una frase de un artículo que escribió hace bien poco: el bajo tono de este Mundial tan esperado confirma que el dinero que hoy gira alrededor de este deporte enriquece a los futbolistas pero empobrece al fútbol.

Amén.

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