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5 nov 2010

El encantador del tiempo

Desde que era consciente de su don, apenas dormía. Al principio lo había aplicado con sus más allegados, como un juego, sin ningún tipo de pretensión económica. Después, aconsejado por éstos, comenzó a anunciarse en los periódicos. Pero la oferta era tan descabellada que nadie la tomaba en serio.

Su primer cliente llegó por casualidad, cuando ya se había olvidado de su estrambótica idea. Tenía un viaje de trabajo y esperaba el avión en uno de esos incómodos asientos de la terminal del aeropuerto. El ejecutivo que esperaba a su lado quedó tan satisfecho que volvió a contactarle al día siguiente. Y de forma natural, fue contándoselo a todos sus conocidos, y el boca a oreja fue extendiéndose como las raíces de un eucalipto. A las pocas semanas, le llovían las llamadas de personas ansiosas por recibir su terapéutica ayuda.

Le costó establecer una tarifa. Le daba un poco de vergüenza cobrar por algo así, pero como había tenido que abandonar su antiguo trabajo para dedicarse a su nueva tarea, decidió fijar un precio mesurado para hacer frente a su día a día. Aunque eso fue sólo al principio. Después, recibía tantas llamadas que no daba abasto. La gente ofrecía cantidades astronómicas por unos segundos de su tiempo.

Pero pronto comenzaron los problemas. Su don fue mundialmente conocido. La prensa se hizo eco de su historia y se convirtió, muy a su disgusto, en un personaje notorio, en un perseguido. Los prebostes del mundo le hacían ofertas millonarias por su exclusividad. Y él intentaba esconderse. Cambiaba constantemente de dirección y de identidad. Un día, harto de todo, convocó al mundo entero y gritó: “abandono, nunca más volveré a utilizar mi don”. La decepción del mundo, indignado como un niño privado de un caramelo después de haberlo probado, fue tal que se sucedieron los acontecimientos a un ritmo endiablado: fue mil veces tentado, después amenazado, más tarde agredido, y, finalmente, raptado.

Desapareció como por arte de magia y nunca más se le ha visto. La gente, después de un tiempo, se fue olvidando de él. Hoy día, unos pocos le recuerdan como una especie de nuevo Mesías. La mayoría, en cambio, afirma que fue el mayor farsante de la historia.

Y yo, su raptor, confieso ahora. Todas las mañanas, cuando suena el despertador, su mano para el tiempo y me concede diez minutos más de sueño. Diez minutos que me permiten recordar mis quimeras, manejarlas a mi antojo. Porque, una vez probado, ¿serías capaz de renunciar a ello?