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17 oct 2010

Potosí

Potosí
Una inmensa construcción de planta circular se levanta en medio de un descampado. La nueva estación de autobuses, decorada de azul y amarillo, se hiergue excesiva entre el gris del cielo y de la tierra. Son las 6 de la mañana, y con legañas en los ojos me apresuro a coger un taxi que me arroje como a un trapo en el hostal que he reservado desde La Paz. Según me voy acercando al centro histórico, entre estrechas y empinadas calles flanqueadas por casas bajas de ladrillo sin acabar, voy vislumbrando los edificios coloniales de colores, sus fachadas de otrora engalanadas iglesias y, allá al fondo, un inmenso Cristo que corona el "Cerro rico", puerta de bienvenida a la inmensa explotación minera que convirtió a Potosí en Villa Imperial a mediados del siglo XVI, ciudad que nombró Cervantes y que aún hoy es recordada por nuestros mayores para referirse a algo o a alguien de inmenso valor: "Vale un Potosí". En efecto, cuentan los cronistas de la época que en 1658, para la celebración del Corpus Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas y totalmente cubiertas con barras de plata. En esas fechas, el censo adjudicaba a Potosí 160.000 habitantes. Tres siglos y medio más tarde, su población es aproximadamente la misma.

Rellené mis datos y me dirigí a la habitación del hostal. Entre patios empedrados, con el sol azulando el cielo, llegué a la habitación y me arrojé en la cama para dormir unas cuantas horitas. Alrededor del mediodía, ya descansado, me pegué una ducha, me sequé con la sábana de la cama de al lado (se me olvidó la toalla), y me dispuse a conocer la ciudad que, hace siglos, fuera el centro económico de la explotación española en el continente.

El dibujo de la ciudad es completamente colonial, estructurada en cuadras perfectamente desplegadas, muy parecida a Oaxaca, San Cristobal de Las Casas o la parte baja de Cusco. Como centro de referencia, la Plaza de Armas nos muestra el esplendor de la época: catedral, Casa de la Moneda, Banco Nacional y un jardín con banquitos en medio. Me tomé un almuersito, compuesto de una sopa de verduras y un lomo con salsa de nueces, regado con la birra local (Potosina), y fui a hacer la lenta digestión (la sangre a 4.000 metros se mueve muy despacio) sentado en un banco de la plaza. Las venas abiertas de Latinoamérica me esperaban.

"La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder". Así comienza el libro de Eduardo Galeano, escritor no candidato al Nobel que en 1970 realizó un inmenso trabajo de documentación para parir lo que se convirtió en el libro de cabecera de millones de latinoamericanos. Tras un par de horitas entre sol y sombra, entre la indignación y la curiosidad, entre lecturas que me transportaban siglos atrás y miradas al frente que me devolvían de nuevo al presente en forma del marchar cotidiano de los potosinos, de los pequeñajos y pequeñajas indígenas llenando de colorido y de ruido la plaza (por cierto, ni siquiera el traje típico indígena es suyo. Fue introducido por Carlos III en imitación al traje extremeño de la época), me metí en un cyber para ver un poquito cómo marchaba el mundo y para haceros la crónica de los días paceños pasados. Paseíto vespertino para hacer hambre, pizza y posterior cerveza en un pub frecuentado por bolivianos y por gringos a partes iguales.

El despertador sonó a las 8 de la mañana sin demasiada violencia. La noche anterior estaba bastante petado y a las 11 ya estaba sobando como un bendito. El desayuno del hostal era sencillo pero abundante: dos panes con mantequilla y mermelada, un café y un zumo de polvos. A las 9 había reservado una excursión a la mina, que a la postre ha resultado ser la experiencia más guapa en lo que llevo de viaje. Ya en el hostal, los dos guías, dos ex-mineros supermajetes, nos metieron en una sala y nos empezaron a repartir el equipo para entrar en la mina: katiuskas (curiosa palabra que viene de una Zarzuela), pantalones, impermeable, cinturón y casco con foco. Nos subimos a un autobús rumbo al Cerro Rico, que se sitúa a más de 4.200 metros. El nombre de Cerro Rico no es más que un anacronismo, que no ilustra la verdadera realidad de lo que contiene su interior.Y es que la montaña fue hace tiempo agotada de plata de buena calidad, y actualmente, lo único que se saca de ella es estaño y alguna veta de plata de muy baja ley.

Tras comprar unas bolsas de coca, zumos, alcohol potable de 96º (cágate lorito) y dinamita para obsequiar a los mineros, nos dispusimos a entrar en la montaña. Esto no era un museo, sino una estrecha galería de 750 metros de longitud con diferentes niveles en la que el calor iba penetrando poco a poco en el pecho mientras caminabas encorvado entre el lodo, mascando coca para respirar con comodidad. Los vagones salían y entraban empujados por dos mineros y guiados por uno entre las precarias vías. Al oírlo, nos teníamos que echar a un lado, en caso de que hubiera espacio, y si no, correr hasta encontrar uno.

El viernes es el día del minero. Es necesario brindarle al Dios (ellos lo llaman Tío porque en quechua no existe la letra d) un poco de alcohol, derramando unas gotitas para la Pacha Mama, unas hojas de coca y un cigarro de tabaco negro, que se le pone en la boca hasta que se consume. La apariencia del Dios es la imagen del mismo Diablo: una figura humana con cuernos que los españoles introdujeron en la mina para que los indígenas, que vivían y morían en su interior, trabajaran hasta la extenuación si no querían que por la noche se llevara su ajayu (alma).

Fuimos introduciéndonos en lo profundo de la montaña. La respiración se hacía más dificultosa y el calor aumentaba grado a grado. La mina funciona como una especie de cooperativa: cuando un minero lleva trabajando unos cuantos años, adquiere el derecho a explotar una sección tras el pago de 300 dólares. Todo lo que sacan es comprado por varias compañías extranjeras, que se ocupan de sacar el estaño o concentrar la plata de baja ley para subir su valor. Obviamente, la ganancia es muy baja, ya que deben pagar a los asistentes que trabajan con ellos, y además, ya sabemos cómo funciona el mundo. Como dijo un tal Covey T. Oliver en 1968, coordinador de la Alianza para el Progreso y uno de los impulsores de los TLC entre USA y latinoamérica, "hablar de precios justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre comercialización".

Tras escalar una pared un poco escalonada ayudados por una cuerda (dos personas del grupo se tuvieron que salir por taquicardia y una gabacha casi se nos mata) y arrastrarnos como gusanos, llegamos al primer nivel, donde nos esperaba Miguel, conocido como Mike Tyson, un minero que lleva treinta años en la mina y que nos contó muchas cosas. Me quedo con estas frases:

" Dentro de la mina creo en el diablo, y fuera, en Dios. Dicen que el diablo tiene forma humana y los dientes de oro. Nadie le ha visto pero cuando dormimos en la mina, podemos escuchar sus pasos en el nivel superior".
" A principios de año murieron cuatro chicos de 14 años por un escape de gas. Si te empiezan a vibrar los tímpanos, corre cuanto puedas".
" El minero no gana, sino que invierte. Si tienes suerte y encuentras una buena veta, puedes ganar algo después de pagar a los compañeros".

Salí de la mina con muchas sensaciones. Lo primero que me vino a la cabeza fue lo afortunados que somos por vivir como vivimos. Lo segundo, intenté imaginarme a todas las personas de segunda que desde hace tanto, cada día, mueren en el anonimato simplemente porque hemos construido este mundo de mierda.

Mientras, a la misma hora, el gran circo mediático clavaba sus fauces en 33 mineros chilenos que se han convertido en los ratones de laboratorio de unos hijos de puta de la NASA, en una medallita colgada en el pecho de otro hijo de puta y en el suspiro de alivio del primer mundo por su supervivencia.