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8 mar 2010

Visita a la República Democrática del Congo. Día 1

Decenas de mujeres vestidas con trajes coloridos (contratadas por las numerosas organizaciones internacionales presentes en el país) inundan la única calle medio asfaltada de Kinshasa. Las paredes medio derruidas de la ciudad se han llenado de pancartas pintadas a mano: “Le jour international de la femme”.
Llevo tan solo 24 horas en la ciudad y ya tengo la cabeza llena de contradicciones. Había visitado otros países totalmente diferentes a España, pero nunca me había sentido tan ajeno a lo que me rodea, con una sensación extraña que se mueve entre la fascinación, la tristeza, la indignación y la cautela. El aire húmedo y caliente que respiramos se vuelve extrañamente antinatural, como si alguna especie de ser invisible filtrara el oxígeno y lo bifurcara en dos: el aire que respiran los blancos y el aire que respiran los negros. Se me ocurren varias maneras de llamar a ese ser invisible, pero todavía no me atrevo a nombrarlo.
Normalmente, los aeropuertos tienen la extraña cualidad de enmascarar la realidad del país hasta que abres las puertas de la salida. Pero aquí, en el momento en el que accedes a la sala de salida de equipajes, empiezas a ser consciente de algunas cosas. Encima de la plataforma, tres policías vigilan que nadie robe las maletas que van saliendo por la cinta. Varias personas se acercan para ofrecerte sus servicios: cómo es tu maleta? Pesa mucho? Te puedo buscar un taxi para llevarte a tu hotel…
A la salida, decenas de miradas se te clavan como puñales. El anonimato tan naturalmente asimilado desaparece como por arte de magia. Nadie vino a buscarme, y tuve que improvisar sobre la marcha. Me pegué a un policía, al que pedí el móvil para llamar al hotel y corroborar que no habían enviado el coche que tenía que recogerme. Tras el pago justamente reclamado por “comprar” la seguridad del policía, cogí un taxi y enfilamos una interminable avenida llena de baches hasta llegar al centro de Kinshasa. Entre caminos encharcados llenos de prostitutas llegué al hotel, y tras una negociación a cara de perro con el taxista (le tuve que pagar 50 dólares) llegué al hotel, en el centro de Kinshasa.
Con el rumor del documental (Grass: bastante recomendable. Habla del origen de la estigmatización del consumo de marihuana en EEUU) me dormí al instante. A la mañana siguiente, con la luz del sol tempranero todo parecía mucho más realista. El equipo de monitores es bastante variopinto. Un par de belgas graciosillos, un francés bastante majo (la excepción que confirma la regla junto con Jerome), un italiano, un sudafricano y un costamarfileño. Sus vidas están llenas de anécdotas y su hogar se asemeja más a un Boeing 747 que a una casa confortable.
Tras el desayuno y una breve reunión de equipo, el chófer nos esperaba para llevarnos a la sede de la Delegación de la Comisión Europea. Afortunadamente, metí una camisa en el macuto. Aún así, el resto del equipo iba bastante más maqueado que yo (salvo el italiano, que iba hecho un guiñapo). El gabacho me ha prestado una corbata con elefantes que me quedaba como el culo, pero al menos daba esa ridícula imagen de “tipo que intenta no faltar al respeto a los expatriados trajeados de la UE”.
Los dos proyectos que me han asignado para evaluar son bastante dispares. Para no aburriros, os diré que uno es un auténtico marrón, y que el otro es muy interesante. Tras una búsqueda desesperada de información, concretar reuniones con los responsables y reservar un vuelo a la otra punta del país con el avión de la ONU (no es recomendable volar con compañías nacionales) nos hemos ido a comer.
El Club donde hemos almorzado es desfasadamente insultante. Tiene un campo de golf, que curiosamente se encuentra al lado de un cementerio, pistas de tierra batida y una sala donde la gente va a jugar al bridge. Los empleados procuran un servicio que levanta cierta vergüenza ajena (con saludo militar incluido a la entrada) y el precio del cubierto asciende a los 30 dólares.
Por la tarde, ha tocado un poco de buceo en los documentos de uno de los proyectos que debo evaluar. Al fin de la jornada, todavía de día, nos hemos permitido el lujo de volver andando al hotel (de noche está terminantemente prohibido salir), que está a unos 10 minutos a pie de la Delegación de la UE. Hemos entrado en un supermercado y he estado viendo el precio de algunos productos. Me he parado en la sección de los vegetales: un kilo de zanahorias vale 4 euros y uno de pimientos rojos, 14. Cierto es que a ese súper solamente va a comprar la “jet set”, pero no deja de ser un síntoma claramente inequívoco de la situación del país: la República Democrática del Congo es un país extremadamente fértil, con un clima que favorece el cultivo durante todo el año. El abandono de los cultivos debido a las constantes guerras, la situación de inseguridad y la dificultad de las comunicaciones hace que el precio de los productos de primera necesidad sea inabordable para la mayoría de la población.
No hay Estado. Los niños no sonríen. No hay posibilidad de interacción, salvo algún gesto de amabilidad al camarero o alguna expresión condescendiente escupida desde el coche.
Seguiré exteriorizando toda esta maraña de pensamientos, con el deseo de que mañana vea algo de esperanza en algún agujero.

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