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9 ago 2012

XXI

El viento de poniente sopla en su justa medida. Si no tenemos contratiempos, en unos 6 ó 7 días podremos llegar a la costa marroquí. Cristiano maneja el barco como una extensión de su cuerpo, y Elías es su perfecto y entregado grumete. Hasta ahora, todo bien. Mar propicia y ni una patrulla.

Tras unas primeras horas de mareo, paliadas por otra pastillita roquiana, una sensación de tranquilidad y buen rollo inunda mi cuerpo. Las horas pasan a un ritmo diferente, marcadas por los elementos. Y la sensación de movimiento atempera las preocupaciones.

Elías y Cristiano están casi siempre en cubierta, y Elisa y yo nos dedicamos a las labores de intendencia. Aún así, hay mucho tiempo libre. Y el mío es ella. Esta noche celebramos los dos primeros días de viaje. Me he currado una cena resultona con unas verduras que compró Cristiano, acompañadas por unas lubinas que ha cazado Elías. Recalco lo de cazado: se ha atado una cuerda al tobillo, se ha tirado al agua y ha salido a la media hora con tres lubinas atadas a un cinturón de Mazinger Z. Tan acojonante como cierto.

Cristiano propone un leve cambio de rumbo para celebrar en condiciones. "Conozco una calita a la que solamente se puede acceder por barco. No hay riesgo. Portugal no tiene fronteras que vigilar. No encontraremos patrullas", comenta en portuñol. Elías, que hace tiempo que aprendió que los protocolos están para romperlos, responde al instante. "Vamos para allá".

Dejamos caer el ancla en la bahía y Cristiano hincha una zodiac con un compresor. "En la despensa encontraréis cuatro sillas plegables y una mesa. También cubiertos, manteles y vino. Una piña y mojitos del Mercadona". Cristiano resulta ser un jefe. ¿Has visto lo adelantados que estamos en la Tierra?, le susurro a Elisa.

Elías rema hacia la playa, hecha de arena y de pequeñas rocas pulidas. El atardecer ilumina los acantilados y hace brillar el parto espumoso de las moribundas olas. Huele como solamente huele el mar, y su morir en las pulidas rocas es el único sonido. La brisa suaviza las yemas y la lengua moja los salados labios.

Atracamos la zodiac en la playa con facilidad, con un hábil movimiento de Cristiano y su grumete, que se lanzan al agua y acercan la barca a la orilla. "Tenemos que andar 15 minutos. Si nos damos prisa, podremos ver el atardecer".

Subimos por un camino estrecho hacia uno de los acantilados. En seguida encontramos una oquedad con el tamaño justo para abrir las sillas y la mesa. El océano, mecido por el sol de poniente, es un plato de espejos.

El momento ha pasado. Dichosos por ser capaces de valorar el presente, ponemos la mesa, y Cristiano enciende una lámpara de queroseno que ilumina la explanada. Tenue pero suficiente, pues la luna, recién despierta y casi llena, facilita nuestra labor.

La cena se sucede entre risas. Haciendo terapia, rememoramos nuestra aventura, mientras Cristiano se descojona y no para de beber vino. Tras la piña, nos bebemos los mojitos y ponemos música con el móvil. ¿Dónde decías que teníamos que ir?, le susurro a Elisa. "Anda, calla. Vamos a dar una vuelta. Así les dejamos solos".

Llegamos a la playa y nos tumbamos en la arena, que todavía conserva el calor del día. "¿Serías capaz de venirte conmigo?", dice Elisa. Y mientras me pienso cómo decirle que sí sin que parezca regalado, unas luces irrumpen en la bahía.

Continuará...

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