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12 jul 2012

XIX

La rutina de los campos de trigo y de cebada, a punto para la cosecha, acompasa nuestro avance. La autopista de las vacas gordas horada la meseta en una línea de alquitrán insostenible. Los roquianos duermen, y mis sentidos navegan con el monótono sonido de las ruedas.

Cerca de la frontera con Portugal, suena el móvil. El gamonalero cumple su palabra. "Control con perros en el kilómetro 87. La pastilla es la hostia. Si volvéis por Burgos tenemos que hablar". El aviso llega justo a tiempo, y añade información valiosa. Para que luego digan que en este país faltan emprendedores.

El hito de la autopista tranquiliza mis nervios. Todavía faltan varios kilómetros para llegar al control. A mi derecha Elías yace como una momia en su sarcófago. Despierta, le digo. Ante su falta de respuesta me vuelvo más vehemente. Mi golpe en el brazo es seco y fuerte. Elías despierta al instante. Hay un control más adelante, le digo. Busca un desvío en el mapa que nos devuelva a la autovía. Sus rápidos movimientos me sorprenden. "Quizás porque tú no te habrías espabilado hasta llegar a Lisboa", susurra la hija de puta de mi conciencia.

Tomamos el desvío mientras Elisa se despereza en el asiento de atrás. Alcanzamos la autovía varios kilómetros adelante, pasado el control según las informaciones del gamonalero. El resto del camino hasta la frontera transcurre lento, pesado, como las horas que preceden un acontecimiento ansiado.

La luz de la reserva lleva encendida un rato, y el deseo de cruzar la frontera sin repostar puede dejarnos tirados en el arcén. Paramos en una gasolinera a tan solo 8 kilómetros de Portugal. Y en la rotonda que da acceso a la vía de servicio, un coche de la guardia civil nos da el alto. "Si hubieras pillado el Corsa, que es un mechero...". La conciencia vuelve a tocar los cojones. Elías lanza rápidamente el protocolo: "tomad los inhibidores". Vamos a esperar a ver qué quieren, replico. "Papeles del coche", dice el agente, con el tricornio bien empotrado entre las cejas.
Es un coche de alquiler. Aquí tiene. Su compañero pulula por la parte de atrás, le hace un gesto a su compañero y éste, tras devolverle la mirada, nos dice: "salgan del coche". Elías no lo duda. Pulsa el ultrasonido y los guardias civiles caen fulminados como dos muñecos. Antes de arrancar, Elisa sale del coche y les mete una pastilla en la boca. "Esto les mantendrá dormidos unas cuantas horas más. Lo suficiente para estar bien lejos".

Lleno el depósito con las manos temblorosas, y los kilómetros se suceden con pájaros en la nuca. Tras varias horas de tranquilidad, mis dudas vuelven a asaltar mi cabecita. "Y ahora qué", dice Elisa. Mi respuesta surge de la nada, y va reafirmándose según se exterioriza. Tenemos que llegar a la costa. Allí, con dinero, no tendremos problema para alquilar un barco que nos lleve hasta Marruecos. Interpreto el silencio como un asentimiento. Si la intuopía de los roquianos es tan fuerte como pienso, tienen que sentir mi acojone, mi falta de seguridad.

El camino hasta la costa sucede entre peajes, con el sol de poniente cegando los ojos, como una metáfora de nuestra aventura. La noche del verano recién nacido llega con retraso, pero cae poderosa ante nuestros cansados ánimos. El cartel de Praia da Tocha aparece en la cuneta, y buscamos un lugar para descansar. La señal de un camping aparece sugerente. Sin dudarlo, tomamos el desvío y alquilamos un bungalow pegado a la playa.

Tras instalarnos, Elisa me propone dar un paseo. Elías se recuesta en una de las camas e intenta conectarse a Internet con el móvil para buscar novedades. El Atlántico nos recibe agresivo al contacto, y la arena, fina y virgen, hunde nuestros pasos. Poco a poco, el agua va invadiendo templada los pies descalzos, y la mano de Elisa, cálida y complementaria, transmite calma. Sus ojos de miel susurran silenciosas palabras, me inyectan nueva rutina, y mis dudas vuelven a ser pequeñas, encerradas en las conchas que trae la marea. "Me gusta tu planeta. Vamos al agua".

Volvemos a la cabaña. ¿Por qué no nos quedamos aquí?, le susurro al salado oído. Elisa duda. Sé que contempla mi propuesta durante un instante. "No puedo. Nunca me lo perdonaría". Las sábanas se funden con los restos de arena y sal, cosquilleando los poros del cuerpo. Con miedo a soltarme de sus piernas, durante los segundos que preceden al sueño, recuerdo que en algún sitio, no muy lejos, yo también tenía una vida.

Continuará...



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