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22 jun 2011

Kamikaze del espacio

Me quedan 43 horas de oxígeno. Una vez superada la certidumbre de mi muerte, solamente me queda disfrutar de lo que me rodea, palpar con mis ligeras manos el vacío.

A espaldas del sol, millones de colores sin nombre desfilan en cuerpos de diferentes tamaños. Yo creo que existen, aunque quizás es un espejismo provocado por mi dañada percepción visual. Durante mi vuelo, he ido inventando nombres para cada uno de ellos. Sería inútil explicarlo, hacer algún paralelismo con el rojo, el verde o el azul. Todo es, simplemente, distinto.

La temperatura exterior es de -1300 grados bajo cero. Mi sistema de calefacción es fantástico. Digo esto para que quede constancia de que el experimento podría considerarse todo un éxito. El tubo que me alimenta sigue drenando con regularidad, y el cambio de sabores aleatorios funciona como en el primer instante de mi despegue. El traje ha conseguido disminuir la fuerza de rozamiento al mínimo y en ningún momento he sentido sensación de ahogo.

He descubierto muchas cosas: ahora sé a dónde van a parar todos los mecheros perdidos, que flotan girando alrededor de la tierra. Un poco más cerca de la atmósfera se entrelazan los calcetines. Cuando el caprichoso azar logra juntar un par (fenómeno complicado porque siempre perdemos uno), éstos bailan en el espacio al ritmo de Space Oddity.

Es como si mi cerebro solamente pudiera retener la belleza y la paz que me rodea y hubiera olvidado el resto de recuerdos. Envío esta comunicación, que será la última, y aprovecho para agradecerles la oportunidad de vivir algo así. En unos instantes, me entregaré al infinito hasta consumir la última brizna de oxígeno.

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