Quedaban escasos minutos para el comienzo del Clásico. Y el dentista aristócrata de la Casamance y yo buscábamos desesperados un lugar para verlo. Me habían comentado que lo echaban por la tele pública, pero a la hora del partido nos dimos cuenta de que no, de que había que encontrar en Mbour algún abonado a Canal Plus. La téranga (hospitalidad) senegalesa se presentó ante mis ojos como un regalo.
El gol de Benzema nos pilló pululando, llamando a puertas de gente humilde que nos invitaba a entrar con total naturalidad para comer o beber algo. Por fin, un chaval nos guió a una casa, y una familia de cinco hermanos, tres chavales, dos del Barça y uno del Madrid, y dos chicas, que adoraban a Messi (no sé dónde le ven el sex appeal al muchacho) veían el partido con vehemencia. Nos abrieron las puertas de su casa, hicieron hueco en el sillón y nos ofrecieron agua. Y en el momento en el que bebía un trago, Messi la lió, Alexis marcó y los chavales gritaron como locos. Lo demás está todo dicho. Un año más escaldados, un año más reconociendo que todavía no hemos alcanzado al Barça. Y podrá parecer ventajista, pero Cristiano y Mourinho me siguen poniendo de los nervios.
32 horas antes enfilaba en un bus carraca la interminable línea recta, paralela al mar, que forma la espina dorsal del país. Entre acacias y baobabs, el bule recorría cansino con un tubab dentro los 90 kilómetros de distancia entre Dakar y Mbour.
El hostal por fuera parecía mejor de lo que era. Mi habitación consistía en una camucha con mosquitera rota (me han breado los putos mosquitos) y un baño un tanto sucio. En cambio, la peña del hotel era encantadora y había una terracita con música y con birras frías. Tras instalarme, es decir, tirar la mochila y plantar un pino, bajé a tomarme una birra. Y entonces apareció Zoro, el guía-amigo, un tipo que curra en el hotel. Como vivimos un poco emputecidos, reconozco que mi primera reacción fue el recelo. Pero comenzamos a charlar y el fulano era muy majete. Le debí de caer bien porque me invitó a su casa a comer, con su mujer y su recién nacida. Zoro alquila una habitación cutre pero impoluta. Su mujer, joven, guapa y encantadora, había cocinado una comida sencilla pero deliciosa (arroz con pescado ahumado).
Después de la siesta, nos fuimos a la playa de los pescadores. Decenas de cayucos, los mismos que se adentran en altamar para llegar a las Canarias, cubrían la fina arena. Las mujeres vendían infinidad de pezqueñines de mero, dorada, caballa y pequeños tiburones con la aleta cortada y un menda intentaba colocarme un collar de piños de tiburón por un pastizamen.
Cuenta la historia que cuando Mahoma empezó a predicar, el vino era algo socialmente permitido. Pero cuando vio que la gente se pillaba unos pedos desfasados y se volvía violenta, prohibió el alcohol. Cuento esto porque al intentar tomarnos una birra nos encontramos los garitos cerrados en Mbour. Según nos contaron, el nuevo comisario, alarmado por los altos índices de criminalidad, había cerrado temporalmente los bares.
Así que Zoro, todo un profesional, llamó a un colega con buga, compró una bolsa de marihuana y tras fumarnos un par de canutos en el hostal, nos dirigimos a Sali, un "oasis" para blanquitos con carretera perfectamente asfaltada, hoteles con playas privadas y garitos puestos a la europea.
Cenamos en un lugar tranquilo que me dejó un malísimo sabor de boca. No por la comida, que estaba buenísima, ni por las birras, que cayeron como el agua, sino por la cantidad de blancos viejunos que baboseaban a chicas que ejercían la prostitución. Después nos fuimos a una discoteca, nos tomamos otro par de birras, dije que no a varias tipas y volvimos al hostal.
El sábado me levanté tarde, cosido por los mosquitos, y fui de nuevo a comer a casa de Zoro. Tras un rulo y un baño en la playa, ya en el hostal, empecé a charlar con un montón de peña de Mbour que paraba por allí para tomarse una birra. Uno de ellos, Jean, un madridista apasionado, me contó su historia y la de su etnia, los Yola. Descendiente directo de un rey de la Casamance (una región que está en el Sur), había estudiado odontología en una Universidad privada de Casablanca.
Gente maja, con una inocencia infantil que derrocha pureza. Gente amigable, que no te ve como un saco de euros, y si lo hacen, lo disimulan muy bien. Mucho que aprender. Y aunque siempre seremos tubabs, los matices son gigantes. Y la empatía es la minúscula huella que dejamos en el mundo.
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