En cambio, guardaba una imagen vivaz del primer día que entró por las grandes puertas de la sede del partido. Tenía 19 años y un saco lleno de ganas de cambiar el mundo.
Desde el colegio había demostrado una clara tendencia por hablar a los demás, por imponer de forma constructiva sus criterios, por presentarse a delegado en clase, o por ser el capitán del equipo de fútbol. Un potencial líder que comenzó a participar activamente en las Juventudes de su partido, que fue entrando poco a poco en la Delegación, y finalmente, en el Comité ejecutivo de su municipio.
Para entonces había empezado a descubrir la punta del iceberg, aunque aún no lo sabía. La vorágine del día a día empezaba a enturbiar su verdadero oficio pero los valores renunciados todavía eran pequeños, abordables, como neuronas perdidas tras una leve borrachera.
El tiempo pasó y el oficio de político fue su único sustento. Concejal, luego alcalde, lo hizo bien según el único criterio de evaluación utilizado en esta curiosa profesión: seguía ganando fácilmente las elecciones de su ciudad.
Cuando se despertó, sabía muchas cosas. Sabía que para llegar al poder, hay que pactar con algunos, pedir favores a otros, tener un enemigo claro y mentir a unos cuantos más. Y una vez alcanzado, hay que cumplir los pactos, devolver los favores, seguir machacando al enemigo y seguir mintiendo. Y también sabía que pronto sería nombrado candidato oficial para la presidencia del Gobierno.
En cambio, se le había olvidado la naturaleza de su oficio y el fin para el que lo ejercía. Algo, por otro lado, totalmente necesario si quieres llegar al poder.
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