Salimos de la pensión a toda prisa. La imagen del patio, con las paredes negras y la fuente hecha añicos, me recuerda a una peli de serie B vista en la madrugada de algún perdido verano.
Afuera, el sol brilla con fuerza en el cielo azulado. Varias personas yacen en el suelo por el efecto del ultrasonido. ¿Nos pueden reconocer?, pregunto. "Llevan paralizados el tiempo suficiente. No hay peligro", dice Elías. "Ya lo has visto, Mario. Saben quien eres. Debes dejar la moto. Tenemos que salir de aquí de la manera más discreta posible".
Por un instante, las piernas me fallan y reposo mi espalda en la pared encalada. La vista se me nubla. Elisa me mira, me coge la mano y me acaricia el pelo. "Aquí estamos", me dice. "Los tres, solos. Sin ayuda exterior, nuestro conocimiento del lugar es limitado. Te necesitamos. Yo...te necesito."
Su voz me devuelve al instinto primario de la supervivencia, sacude mis revueltas entrañas. Vamos a la estación de autobuses. Cogeremos el primero que salga, acierto a decir con un hilillo de voz. Los roquianos asienten. Me sitúo en la ciudad, recuerdo dónde estamos. Caminando, desde la pensión no hay más de 15 minutos. Cuando llegamos, un autobús está a punto de partir. Pagamos en efectivo y nos sentamos atrás del todo, juntos. Elías mira con recelo a cada pasajero, sopesando cualquier potencial amenaza. Elisa apoya su cabeza en mi hombro, y yo, pegado a la ventana, tengo unas ganas enormes de gritar.
Al fin el motor ronronea y lentamente abandonamos la construcción de hormigón. La gente dice adiós con la mano desde la dársena. Con el paso de las calles, el miedo se va atenuando poco a poco.
El cuerpo tiene un límite y el cansancio, al fin, inunda nuestra intranquilidad. Elías duerme con el cuello tieso, en una pose hierática que da cierta dentera. Elisa descansa en mi hombro, regalándome su contacto, tranquilizándome con su cuerpo. Yo intento dormir, contando los hitos de la autopista. Cada kilómetro cae en mi conciencia como una metáfora de esperanza, susurrándome que estamos dejando atrás el peligro, que en Burgos, si actuamos con cautela, nadie podrá detectarnos.
Duermo. Me despierto. Alguien nos mira. No, me digo, nadie nos ha seguido, nadie sabe que estamos viajando en este autobús. El conductor me saca de un sueño plano con su anuncio de parada. Estamos cerca de Madrid, de mi casa, del origen de esta aventura surrealista. Mi estómago ruge y observo como Elisa y Elías desperezan sus cuerpos, sometidos a la forzada postura del asiento.
Bajamos con las piernas anquilosadas, con las legañas colgando de nuestros ojos. "Tenemos que hacer algo", dice Elisa. "Necesito un teléfono", responde Elías. "Tenemos que contactar con los primos supervivientes". Elisa le mira con recelo. Parece no entender demasiado lo que dice Elías. Él la mira con tranquilidad, fraternalmente. "Si algo extremo pasaba, unos cuantos primos intercambiamos un número al que llamar y dejar un mensaje en clave. Tenemos que unirnos para ser más fuertes. Es nuestra única baza para seguir con vida hasta el día D". Y si alguno está del lado de Elíseo, pregunto. "Es un riesgo que tendremos que correr".
Después de ir al baño, hago cola en el autoservicio del restaurante. Elías llega con un periódico. "Nuevas pruebas en la matanza de Obejo". Un retrato bastante conseguido de Elisa destaca en páginas interiores. "Alguien debió verte al llegar a la casa. Si alguien te ha reconocido en Córdoba, cuando la policía descubra lo que ha pasado, lo asociarán con Obejo. Vamos a tener muy complicado el pasar desapercibidos. Por no hablar de los mercenarios de Elíseo, que seguirán buscándonos. Tenemos que abandonar el país".
Continuará...
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