El comité de crisis se había formado a regañadientes. Seguros en sus poltronas, los que manejan nuestras insignificantes vidas desde la impunidad del invisible, del no sometido a ninguna Ley, renegaron en un primer instante ante la propuesta de los más previsores, de los más "acojonados", según se rezaba en los descansos de esas secretas reuniones.
Pero los acontecimientos fueron poco a poco combando la balanza hacia el lado de los más agoreros. La amenaza del fin de una era torció el gesto de los más optimistas. Y el lobby dio cabida a lo impensable.
Untados en cursos de excelencia democrática, los tiranos que habían gestado monopolios mundiales tuvieron que designar a sus delfines, a sus delegados educados en la maximización del beneficio.
Y una madrugada lluviosa, un paseante divisa una escena fuera de lo común. En un barrio de la periferia, en una calle poco transitada, diez caminantes silenciosos confluyen en un edificio deshabitado. Llegan de uno en uno, y agachan sus gabardinas para acceder al descampado repleto de malas hierbas. Es imposible evitar las pisadas de cristales rotos, y los pañuelos de tela a duras penas camuflan el olor a humedad y a meado.
Como en un role play de un proceso de selección barato, cada delegado pega un post-it en su pecho con el sector de poder mundial al que representa. El escribano, silencioso, diligente, despliega su caballete, su pizarra electrónica y su foco de batería de litio. Y con el vaho de su respiración constante escribe los dos puntos del orden del día.
1. Cómo hacer sostenible el engranaje.
2. Cómo salvarse ante el último mensaje de auto-destrucción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario