Mi primer recuerdo es un olor. Más bien, una mezcla de ellos: madera vieja, chicle de menta y tabaco, con un leve aroma afrutado. Erguido entre mis compadres, salí de la incubadora bien pronto.
Fui concebido en buena época. Tenía buenas prestaciones y además era guapete: negro con la cabeza plateada. Un caramelo en una tienda de chinos.
El miedo inicial ante lo desconocido fue intenso pero pasajero. En seguida empecé a entender el porqué de mi existencia. Mi llama ladeada y potente cundiendo la piedra, mi espina dorsal moldeando la obra y el calor en mi cerebro al terminarla me provocaba una sensación cercana al orgasmo humano. Había nacido para esto.
Desde esa primera experiencia han pasado muchas manos por mi torso. Sitios nuevos, dueños descuidados, viajeros, tatuadores de mi lisa envergadura. Al fin di con el sueño de todo mechero: un propieatario que me mimaba, que renovaba mis entrañas y que recargaba mi sangre. Y con él aprendí del mundo.
De eso hace ya mucho tiempo. Hoy tranquilizo a los más jóvenes en este lugar oscuro. Un bic amarillo al borde del suicidio y un mechero de plástico rojo con la piedra rota comparten cajón y miserias. Su existencia ha sido breve, y su sangre pronto se agotará por su escaso aislamiento.
Y yo sueño todos los días con que mi dueño vuelva a fumar petas.
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