"Yo no me voy a ir, moriré como un mártir". Esta es la última frase del dictador más longevo de África, de un megalómano que lleva en el poder desde 1969.
Libia no es un país al uso. Es un país con una historia inexistente, con una densidad de población bajísima, un cobijo para inmigrantes subsaharianos que trabajan de forma inhumana en las explotaciones petrolíferas de medio mundo, que pagan su peaje a los míticos prebostes. En resumen, un país que no es un país.
Habitada por beduinos que recorrían el desierto y por aventureros que ocupaban las zonas costeras, fue ocupada por Italia en su absurdo anhelo de ser potencia colonial. En sus terribles desiertos, Rommel y Montgomery jugaban al ajedrez con sus tanques, sus tormentas de arena y sus conquistas.
Cuando la segunda Guerra Mundial finalizó, nadie quería quedarse con ese pedazo de tierra. Así que Libia se convirtió en la primera nación independiente de África. Pero al término nación le faltaban muchas cosas. En 1951, Idriss, que había luchado contra la colonización italiana como líder de una familia de beduinos del noreste (la región de Cirenaica), fue legitimado como rey por las Naciones Unidas. Gestado por omisión, entre tribus sin ningún pasado común, se alzaba un país más trazado por la escuadra y el cartabón de occidente que por un sentimiento común que les uniera. Y es que en esos tiempos nadie conocía el oro negro que yacía en su suelo.
Muammar Gadaffi. Un hombre de origen beduino, graduado en derecho y pulido en escuelas reputadas londinenses. Nada nuevo en el perfil de un déspota ilustrado. Megalómano con aires socialistas, subió al poder en 1969 de forma oficiosa, y su revolución adquirió nombre unos años más tarde. En 1977, empoderado por el mundo tras la crisis del petróleo, la Yamahiriya, el Estado de las masas, unificó un desierto lleno de nuevos recursos.
En los 70 viajó por toda África intentando unir al continente, con su discurso de socialista panafricano e iluminado. Fue el malo de occidente en la década de los 80, bombardeado por Reagan en 1986. En 2003, ahogado por el bloqueo económico de occidente, pidió perdón por alentar los atentados de Lockerbie. Desde entonces, su petróleo fluye por nuestras venas, y sus costas detienen las hordas de negros que quieren quitar el trabajo a nuestros admirados europeos.
Hoy Libia abre las portadas pero sigue siendo un lugar desconocido. Poca información se recaba, salvo algunos testimonios que hablan de masacre, de bombardeos contra la población manifestante. Se habla de que son mercenarios de Gadaffi, de que algunos generales del ejército han desertado, de que el número de muertos se eleva de forma escalofriante.
Libia figura en las estadísticas como el país más rico de África. Su IDH es el más alto del continente. Da trabajo a más de un 30% de inmigrantes subsaharianos y proporciona petróleo para ir y volver de Cádiz a San Petesburgo un millón de veces con un Ferrari Testarossa.
Pero la desigualdad no figura en las estadísticas. La gente se ha cansado. Se ha contagiado de este virus tan repentino y sorprendente al que la prensa denomina deseo de democracia y libertad, cuando acaso no es más ni menos que hartazgo y anhelo de dignidad, de cualidad de ser humano, de exigencia de cambio. No saben exactamente cuál, pero al menos quieren sentirse personas, visualizarse en el futuro cuando cierran los ojos.
Y mientras, Gadaffi azuza a sus mercenarios y destroza su castillo de arena antes de que alguien pueda llegar a moldearlo. Y su hijo, que es peor que su desorbitado padre porque ya nació corrompido, habla de guerra civil cuando quiere decir genocidio. Y mientras, la ONU, la UE, el mundo opina. Se habla de no injerencia. Nos indignamos porque pensamos que se debería intervenir y parar esta sangría. Aplicamos nuestro sesgo eurocentrista y condescendiente creyéndonos superiores, queriendo hacer partícipe al "pueblo" de las mismas cosas de las que disfrutamos nosotros.
No sé cómo se desarrollarán los acontecimientos en los próximos días. En este mundo vertiginoso, todo se precipita en cuestión de horas. Solamente sé que me alegraría si toman el palacio presidencial y queman vivo a este hijo de puta. Y sin ayuda de nadie que luego pueda pedir recursos a cambio.
2 comentarios:
Aplicamos nuestro sesgo eurocentrista y condescendiente creyéndonos superiores, queriendo hacer partícipe al "pueblo" de las mismas cosas de las que disfrutamos nosotros.
Chico, no sé, lo único que queremos es dignidad para el pueblo libio.. ni me veo condescendiente ni superior a nadie y creo que hablo por mucha más gente. No entiendo muy bien la crítica que haces..
Me refiero a que solemos tender a pensar que todo lo nuestro es lo mejor, y que los procesos que deben llevar estos países son los mismos que hemos tenido nosotros.
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