El desvío a Obejo es un cartel apenas visible que da acceso a una comarcal mal asfaltada. Si no fuera por las indicaciones de Elías, que lleva su Smartphone en la mano, probablemente habríamos dado más de una vuelta.
El viaje ha sido intenso, todo lo rápido que podría ser dadas mis habilidades y la capacidad de la moto. Unas cuantas casas se divisan a lo lejos, rompiendo la monotonía de los alineados olivos y de las caprichosas encinas. Son las 6 de la tarde y el calor primaveral convierte el pequeño pueblo en un lugar silencioso y solitario. "Apaga la moto", me dice Elías. "Seguiremos andando."
¿Cuál es el plan?, pregunto. "Elisa ha mandado una alerta 2. Significa que tiene comprometida su libertad de movimiento". ¿Y cuál es la 1?. "Peligro de vida. El protocolo dicta encontrar una base, mimetizarnos y actuar. Esa casa en ruinas servirá".
Los efectos de la crisis han llegado a Obejo. Desiguales ladrillos descansan sobre unos cimientos de hormigón. La alambrada derruida no es obstáculo, aunque Elías tropieza y deja una pequeña huella en forma de jirón de pantalón de campana.
Su macuto es una cajita de sorpresas. De él saca dos trajes de la Guardia Civil, antiguos pero creíbles, y una bolsa al vacío que al abrirla se hincha hasta alcanzar la forma de un perfecto tricornio. No me salen las palabras, y Elías me pregunta con una expresión hasta ahora desconocida: "¿Dará el pego?". Yo creo que sí.
Sacándome los gayumbos del culo, y recogiéndome los pantacas, que me quedan largos, nos aproximamos hacia la casa donde está retenida Elisa. O el tallaje es erróneo o la Benemérita tiene que tener el ojal un poco al viés. Elías me da las últimas coordenadas: "Tú eres Bermejo. Yo seré Romero". Como Curro, replico fervoroso...
Entre su gesto de incomprensión ante el comentario y el sonido del timbre pasan décimas de segundo. Una voz desconfiada pregunta "quién va" desde detrás de la mirilla. Elías responde nítido y andaluz, con los matices de un cordobés montaraz: "Guardia Civil. Agentes Bermejo Y Romero". Tras unos segundos de silencio, una mujer seca, canosa y oscura descorre el cerrojo.
¿Qué quieren?, masculla entre encías. Ha habido un accidente kilómetros abajo y necesitamos ayuda, lanzo sin pensar. ¿Dónde están Ruiz y Cepeda?, replica una voz lejana. Un viejo ancho de brazos, con el pelo blanco como la nieve, se yergue con pose amenazante al fondo del patio.
"Están abajo con los cuatro heridos en el accidente", sale al quite Elías. "Estamos pidiendo medicamentos y sábanas limpias a los vecinos porque la ambulancia no llegará hasta dentro de media hora".
El viejo duda. Se siente incómodo pero accede. "Esperen aquí. Águeda, dales lo que piden".
Le echo una mano, digo. Sigo a Águeda por el patio de naranjos. Y al pasar el umbral que da acceso a la cocina, caigo al suelo paralizado. Mis ojos intentan observar lo que está pasando alrededor. Ven a Águeda en el suelo. Ven al viejo en el suelo. Y ven a Elías corriendo hacia mí. "Elisa ha mandado la alerta 1".
Continuará
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