El viento de poniente sopla en su justa medida. Si no tenemos contratiempos, en unos 6 ó 7 días podremos llegar a la costa marroquí. Cristiano maneja el barco como una extensión de su cuerpo, y Elías es su perfecto y entregado grumete. Hasta ahora, todo bien. Mar propicia y ni una patrulla.
Tras unas primeras horas de mareo, paliadas por otra pastillita roquiana, una sensación de tranquilidad y buen rollo inunda mi cuerpo. Las horas pasan a un ritmo diferente, marcadas por los elementos. Y la sensación de movimiento atempera las preocupaciones.
Elías y Cristiano están casi siempre en cubierta, y Elisa y yo nos dedicamos a las labores de intendencia. Aún así, hay mucho tiempo libre. Y el mío es ella. Esta noche celebramos los dos primeros días de viaje. Me he currado una cena resultona con unas verduras que compró Cristiano, acompañadas por unas lubinas que ha cazado Elías. Recalco lo de cazado: se ha atado una cuerda al tobillo, se ha tirado al agua y ha salido a la media hora con tres lubinas atadas a un cinturón de Mazinger Z. Tan acojonante como cierto.
Cristiano propone un leve cambio de rumbo para celebrar en condiciones. "Conozco una calita a la que solamente se puede acceder por barco. No hay riesgo. Portugal no tiene fronteras que vigilar. No encontraremos patrullas", comenta en portuñol. Elías, que hace tiempo que aprendió que los protocolos están para romperlos, responde al instante. "Vamos para allá".
Dejamos caer el ancla en la bahía y Cristiano hincha una zodiac con un compresor. "En la despensa encontraréis cuatro sillas plegables y una mesa. También cubiertos, manteles y vino. Una piña y mojitos del Mercadona". Cristiano resulta ser un jefe. ¿Has visto lo adelantados que estamos en la Tierra?, le susurro a Elisa.
Elías rema hacia la playa, hecha de arena y de pequeñas rocas pulidas. El atardecer ilumina los acantilados y hace brillar el parto espumoso de las moribundas olas. Huele como solamente huele el mar, y su morir en las pulidas rocas es el único sonido. La brisa suaviza las yemas y la lengua moja los salados labios.
Atracamos la zodiac en la playa con facilidad, con un hábil movimiento de Cristiano y su grumete, que se lanzan al agua y acercan la barca a la orilla. "Tenemos que andar 15 minutos. Si nos damos prisa, podremos ver el atardecer".
Subimos por un camino estrecho hacia uno de los acantilados. En seguida encontramos una oquedad con el tamaño justo para abrir las sillas y la mesa. El océano, mecido por el sol de poniente, es un plato de espejos.
El momento ha pasado. Dichosos por ser capaces de valorar el presente, ponemos la mesa, y Cristiano enciende una lámpara de queroseno que ilumina la explanada. Tenue pero suficiente, pues la luna, recién despierta y casi llena, facilita nuestra labor.
La cena se sucede entre risas. Haciendo terapia, rememoramos nuestra aventura, mientras Cristiano se descojona y no para de beber vino. Tras la piña, nos bebemos los mojitos y ponemos música con el móvil. ¿Dónde decías que teníamos que ir?, le susurro a Elisa. "Anda, calla. Vamos a dar una vuelta. Así les dejamos solos".
Llegamos a la playa y nos tumbamos en la arena, que todavía conserva el calor del día. "¿Serías capaz de venirte conmigo?", dice Elisa. Y mientras me pienso cómo decirle que sí sin que parezca regalado, unas luces irrumpen en la bahía.
Continuará...
PLANETA ROCA
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9 ago 2012
31 jul 2012
XX
El amanecer trae la brisa del océano. Acaricia el vello destapado y las manos levantan la sábana hasta que mece la tripa. Matemáticas. Y con su movimiento, la vigilia aparece breve, desconectando el subconsciente y lanzándonos a la mezcla, a una especie de onírica realidad.
Tras una décima de desorientación, la foto del alrededor. La luz penetra levemente a través de las ventanas, un sol que está detrás y que tardará en cegarte. Elisa duerme al lado y Tutankamon, nuevo nombre de Elías, hace justicia a su mote.
Todo bien; el sueño vuelve a acudir, quizás en otra décima de segundo, pero esta vez, en una paralela más cercana a la consciencia. Interactúas, acaso crees llegar a controlarlo. Y esas veces el despertar arrastra las algas de algo. Felicidad o miseria. En una sola décima.
El café de un bar del pueblo entra directo al corazón, como cantaría el admirado (candidato a la guillotina) Sergio Dalma. Estoy sobado y voy poco a poco viniéndome arriba. Soy como un muñeco al que le tienen que dar un poco más de cuerda. Los roquianos, en cambio, van muy sobrados. Su compostura es total. Bien sentados, buena cara, comiendo como limas. Mis ritmos son otros, y de bien nacido es ser agradecido. Tras café y piti, la llamada de la selva de un cuerpo sano acude para devolverle a la naturaleza lo consumido, transformado en residuo orgánico.
En mi "lapso", los roquianos ya han hecho averiguaciones. Nos acercamos al puerto del pueblo, donde le han comentado a Elías que hay patrones que alquilan sus barcos para hacer excursiones.
Quiero la misma pastilla que os habéis tomado esta mañana, le digo a Elisa. "No es bueno que te enganches. No sabemos si serías capaz de controlarlo". Dame una, le insisto. Antes de acabar la frase, me mete una pastilla en la boca y se da la vuelta. "Gilipollas". Os diría que seré capaz de controlarlo, pero os mentiría. Es como estar bebiendo una birra helada después de haberte dado un baño de media hora en la playa.
En el puerto somos un poco la sensación. Hemos comprado algunas cosillas para renovar el vestuario de los roquianos, y ya de paso el mío, porque cuando salí para Obejo no me imaginaba en estas lides. Parecemos los típicos turis, hasta que nos acercamos a hablar con ellos. Elías va directo al grano con un portugués perfecto. "Queremos alquilar un barco para ir a Marruecos". La peña se descojona, y uno le responde jocoso: "nadie tiene permiso. Está muy lejos, además". Los tipos se alejan, y antes de pensar en otra estrategia, un tipo joven, bastante parecido a Cristiano Ronaldo, nos dice: "¿cuánto?"."1500 euros", replica Elisa. "2500". Y ahí todos sabemos que tenemos transporte.
Cristiano nos espera sonriente en el muelle. Tiene un par de fulanos ayudándole a descargar unas cajas. Llegamos con nuestros macutos y nuestras pintas. Chapurrea el español, habla parecido al Cristiano de verdad. "Hay que ir preparados. No podremos parar. Según el viento, el viaje os podrá costar más caro o más barato. Usar el motor es caro".
Nos instalamos en el barco, que tiene unos 10 metros de eslora. Sorprende bastante por dentro. Tiene un salón de puta madre y capacidad para 6 personas en camarotes. También tiene una pequeña cocina que comunica con el salón. Elías sube rápidamente a la cubierta mientras ayudamos a Cristiano a meter las cosas en la bodega. "Tenemos que llegar a aguas marroquíes sin que nos vean. Habrá que alejarse un poco de la costa en un momento dado", nos dice. Totalmente de acuerdo, le respondo.
Ante del amancer del día siguiente, salimos con el motor de 55 CV al ralentí. El yate a vela se va alejando del puerto. Nunca había visto así a Elías, le digo a Elisa. Parece un niño. "Es un roquiano del lodo. Ésto es, como decís aquí, un cuento de hadas para él. Velas, un barco, ese chico...y este mar, tan inmenso.
Continuará...
Tras una décima de desorientación, la foto del alrededor. La luz penetra levemente a través de las ventanas, un sol que está detrás y que tardará en cegarte. Elisa duerme al lado y Tutankamon, nuevo nombre de Elías, hace justicia a su mote.
Todo bien; el sueño vuelve a acudir, quizás en otra décima de segundo, pero esta vez, en una paralela más cercana a la consciencia. Interactúas, acaso crees llegar a controlarlo. Y esas veces el despertar arrastra las algas de algo. Felicidad o miseria. En una sola décima.
El café de un bar del pueblo entra directo al corazón, como cantaría el admirado (candidato a la guillotina) Sergio Dalma. Estoy sobado y voy poco a poco viniéndome arriba. Soy como un muñeco al que le tienen que dar un poco más de cuerda. Los roquianos, en cambio, van muy sobrados. Su compostura es total. Bien sentados, buena cara, comiendo como limas. Mis ritmos son otros, y de bien nacido es ser agradecido. Tras café y piti, la llamada de la selva de un cuerpo sano acude para devolverle a la naturaleza lo consumido, transformado en residuo orgánico.
En mi "lapso", los roquianos ya han hecho averiguaciones. Nos acercamos al puerto del pueblo, donde le han comentado a Elías que hay patrones que alquilan sus barcos para hacer excursiones.
Quiero la misma pastilla que os habéis tomado esta mañana, le digo a Elisa. "No es bueno que te enganches. No sabemos si serías capaz de controlarlo". Dame una, le insisto. Antes de acabar la frase, me mete una pastilla en la boca y se da la vuelta. "Gilipollas". Os diría que seré capaz de controlarlo, pero os mentiría. Es como estar bebiendo una birra helada después de haberte dado un baño de media hora en la playa.
En el puerto somos un poco la sensación. Hemos comprado algunas cosillas para renovar el vestuario de los roquianos, y ya de paso el mío, porque cuando salí para Obejo no me imaginaba en estas lides. Parecemos los típicos turis, hasta que nos acercamos a hablar con ellos. Elías va directo al grano con un portugués perfecto. "Queremos alquilar un barco para ir a Marruecos". La peña se descojona, y uno le responde jocoso: "nadie tiene permiso. Está muy lejos, además". Los tipos se alejan, y antes de pensar en otra estrategia, un tipo joven, bastante parecido a Cristiano Ronaldo, nos dice: "¿cuánto?"."1500 euros", replica Elisa. "2500". Y ahí todos sabemos que tenemos transporte.
Cristiano nos espera sonriente en el muelle. Tiene un par de fulanos ayudándole a descargar unas cajas. Llegamos con nuestros macutos y nuestras pintas. Chapurrea el español, habla parecido al Cristiano de verdad. "Hay que ir preparados. No podremos parar. Según el viento, el viaje os podrá costar más caro o más barato. Usar el motor es caro".
Nos instalamos en el barco, que tiene unos 10 metros de eslora. Sorprende bastante por dentro. Tiene un salón de puta madre y capacidad para 6 personas en camarotes. También tiene una pequeña cocina que comunica con el salón. Elías sube rápidamente a la cubierta mientras ayudamos a Cristiano a meter las cosas en la bodega. "Tenemos que llegar a aguas marroquíes sin que nos vean. Habrá que alejarse un poco de la costa en un momento dado", nos dice. Totalmente de acuerdo, le respondo.
Ante del amancer del día siguiente, salimos con el motor de 55 CV al ralentí. El yate a vela se va alejando del puerto. Nunca había visto así a Elías, le digo a Elisa. Parece un niño. "Es un roquiano del lodo. Ésto es, como decís aquí, un cuento de hadas para él. Velas, un barco, ese chico...y este mar, tan inmenso.
Continuará...
12 jul 2012
XIX
La rutina de los campos de trigo y de cebada, a punto para la cosecha, acompasa nuestro avance. La autopista de las vacas gordas horada la meseta en una línea de alquitrán insostenible. Los roquianos duermen, y mis sentidos navegan con el monótono sonido de las ruedas.
Cerca de la frontera con Portugal, suena el móvil. El gamonalero cumple su palabra. "Control con perros en el kilómetro 87. La pastilla es la hostia. Si volvéis por Burgos tenemos que hablar". El aviso llega justo a tiempo, y añade información valiosa. Para que luego digan que en este país faltan emprendedores.
El hito de la autopista tranquiliza mis nervios. Todavía faltan varios kilómetros para llegar al control. A mi derecha Elías yace como una momia en su sarcófago. Despierta, le digo. Ante su falta de respuesta me vuelvo más vehemente. Mi golpe en el brazo es seco y fuerte. Elías despierta al instante. Hay un control más adelante, le digo. Busca un desvío en el mapa que nos devuelva a la autovía. Sus rápidos movimientos me sorprenden. "Quizás porque tú no te habrías espabilado hasta llegar a Lisboa", susurra la hija de puta de mi conciencia.
Tomamos el desvío mientras Elisa se despereza en el asiento de atrás. Alcanzamos la autovía varios kilómetros adelante, pasado el control según las informaciones del gamonalero. El resto del camino hasta la frontera transcurre lento, pesado, como las horas que preceden un acontecimiento ansiado.
La luz de la reserva lleva encendida un rato, y el deseo de cruzar la frontera sin repostar puede dejarnos tirados en el arcén. Paramos en una gasolinera a tan solo 8 kilómetros de Portugal. Y en la rotonda que da acceso a la vía de servicio, un coche de la guardia civil nos da el alto. "Si hubieras pillado el Corsa, que es un mechero...". La conciencia vuelve a tocar los cojones. Elías lanza rápidamente el protocolo: "tomad los inhibidores". Vamos a esperar a ver qué quieren, replico. "Papeles del coche", dice el agente, con el tricornio bien empotrado entre las cejas.
Es un coche de alquiler. Aquí tiene. Su compañero pulula por la parte de atrás, le hace un gesto a su compañero y éste, tras devolverle la mirada, nos dice: "salgan del coche". Elías no lo duda. Pulsa el ultrasonido y los guardias civiles caen fulminados como dos muñecos. Antes de arrancar, Elisa sale del coche y les mete una pastilla en la boca. "Esto les mantendrá dormidos unas cuantas horas más. Lo suficiente para estar bien lejos".
Lleno el depósito con las manos temblorosas, y los kilómetros se suceden con pájaros en la nuca. Tras varias horas de tranquilidad, mis dudas vuelven a asaltar mi cabecita. "Y ahora qué", dice Elisa. Mi respuesta surge de la nada, y va reafirmándose según se exterioriza. Tenemos que llegar a la costa. Allí, con dinero, no tendremos problema para alquilar un barco que nos lleve hasta Marruecos. Interpreto el silencio como un asentimiento. Si la intuopía de los roquianos es tan fuerte como pienso, tienen que sentir mi acojone, mi falta de seguridad.
El camino hasta la costa sucede entre peajes, con el sol de poniente cegando los ojos, como una metáfora de nuestra aventura. La noche del verano recién nacido llega con retraso, pero cae poderosa ante nuestros cansados ánimos. El cartel de Praia da Tocha aparece en la cuneta, y buscamos un lugar para descansar. La señal de un camping aparece sugerente. Sin dudarlo, tomamos el desvío y alquilamos un bungalow pegado a la playa.
Tras instalarnos, Elisa me propone dar un paseo. Elías se recuesta en una de las camas e intenta conectarse a Internet con el móvil para buscar novedades. El Atlántico nos recibe agresivo al contacto, y la arena, fina y virgen, hunde nuestros pasos. Poco a poco, el agua va invadiendo templada los pies descalzos, y la mano de Elisa, cálida y complementaria, transmite calma. Sus ojos de miel susurran silenciosas palabras, me inyectan nueva rutina, y mis dudas vuelven a ser pequeñas, encerradas en las conchas que trae la marea. "Me gusta tu planeta. Vamos al agua".
Volvemos a la cabaña. ¿Por qué no nos quedamos aquí?, le susurro al salado oído. Elisa duda. Sé que contempla mi propuesta durante un instante. "No puedo. Nunca me lo perdonaría". Las sábanas se funden con los restos de arena y sal, cosquilleando los poros del cuerpo. Con miedo a soltarme de sus piernas, durante los segundos que preceden al sueño, recuerdo que en algún sitio, no muy lejos, yo también tenía una vida.
Continuará...
Cerca de la frontera con Portugal, suena el móvil. El gamonalero cumple su palabra. "Control con perros en el kilómetro 87. La pastilla es la hostia. Si volvéis por Burgos tenemos que hablar". El aviso llega justo a tiempo, y añade información valiosa. Para que luego digan que en este país faltan emprendedores.
El hito de la autopista tranquiliza mis nervios. Todavía faltan varios kilómetros para llegar al control. A mi derecha Elías yace como una momia en su sarcófago. Despierta, le digo. Ante su falta de respuesta me vuelvo más vehemente. Mi golpe en el brazo es seco y fuerte. Elías despierta al instante. Hay un control más adelante, le digo. Busca un desvío en el mapa que nos devuelva a la autovía. Sus rápidos movimientos me sorprenden. "Quizás porque tú no te habrías espabilado hasta llegar a Lisboa", susurra la hija de puta de mi conciencia.
Tomamos el desvío mientras Elisa se despereza en el asiento de atrás. Alcanzamos la autovía varios kilómetros adelante, pasado el control según las informaciones del gamonalero. El resto del camino hasta la frontera transcurre lento, pesado, como las horas que preceden un acontecimiento ansiado.
La luz de la reserva lleva encendida un rato, y el deseo de cruzar la frontera sin repostar puede dejarnos tirados en el arcén. Paramos en una gasolinera a tan solo 8 kilómetros de Portugal. Y en la rotonda que da acceso a la vía de servicio, un coche de la guardia civil nos da el alto. "Si hubieras pillado el Corsa, que es un mechero...". La conciencia vuelve a tocar los cojones. Elías lanza rápidamente el protocolo: "tomad los inhibidores". Vamos a esperar a ver qué quieren, replico. "Papeles del coche", dice el agente, con el tricornio bien empotrado entre las cejas.
Es un coche de alquiler. Aquí tiene. Su compañero pulula por la parte de atrás, le hace un gesto a su compañero y éste, tras devolverle la mirada, nos dice: "salgan del coche". Elías no lo duda. Pulsa el ultrasonido y los guardias civiles caen fulminados como dos muñecos. Antes de arrancar, Elisa sale del coche y les mete una pastilla en la boca. "Esto les mantendrá dormidos unas cuantas horas más. Lo suficiente para estar bien lejos".
Lleno el depósito con las manos temblorosas, y los kilómetros se suceden con pájaros en la nuca. Tras varias horas de tranquilidad, mis dudas vuelven a asaltar mi cabecita. "Y ahora qué", dice Elisa. Mi respuesta surge de la nada, y va reafirmándose según se exterioriza. Tenemos que llegar a la costa. Allí, con dinero, no tendremos problema para alquilar un barco que nos lleve hasta Marruecos. Interpreto el silencio como un asentimiento. Si la intuopía de los roquianos es tan fuerte como pienso, tienen que sentir mi acojone, mi falta de seguridad.
El camino hasta la costa sucede entre peajes, con el sol de poniente cegando los ojos, como una metáfora de nuestra aventura. La noche del verano recién nacido llega con retraso, pero cae poderosa ante nuestros cansados ánimos. El cartel de Praia da Tocha aparece en la cuneta, y buscamos un lugar para descansar. La señal de un camping aparece sugerente. Sin dudarlo, tomamos el desvío y alquilamos un bungalow pegado a la playa.
Tras instalarnos, Elisa me propone dar un paseo. Elías se recuesta en una de las camas e intenta conectarse a Internet con el móvil para buscar novedades. El Atlántico nos recibe agresivo al contacto, y la arena, fina y virgen, hunde nuestros pasos. Poco a poco, el agua va invadiendo templada los pies descalzos, y la mano de Elisa, cálida y complementaria, transmite calma. Sus ojos de miel susurran silenciosas palabras, me inyectan nueva rutina, y mis dudas vuelven a ser pequeñas, encerradas en las conchas que trae la marea. "Me gusta tu planeta. Vamos al agua".
Volvemos a la cabaña. ¿Por qué no nos quedamos aquí?, le susurro al salado oído. Elisa duda. Sé que contempla mi propuesta durante un instante. "No puedo. Nunca me lo perdonaría". Las sábanas se funden con los restos de arena y sal, cosquilleando los poros del cuerpo. Con miedo a soltarme de sus piernas, durante los segundos que preceden al sueño, recuerdo que en algún sitio, no muy lejos, yo también tenía una vida.
Continuará...
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